Un país vociferante - Por Carlos Berro Madero

La partitura oral exuberante de la mayoría de nuestros políticos, ha terminado por oscurecer nuestra capacidad para condensar en pocas palabras algunas ideas básicas que nos permitieran encontrar una síntesis saludable para nuestros pensamientos.
Los forcejeos verbales de quienes desempeñan cargos electivos, han contribuido a crear una densidad atmosférica insoportable que nos aleja cada día más del sentido común y la proporción de equilibrio que debiera existir entre lo que se persigue como meta y la forma en que se lo expresa.
Si de economía política se tratara, habría que recordar siempre que su objetivo para el bienestar consiste en combinar adecuadamente las leyes para que éstas reglen armónicamente la producción, el reparto de los bienes y el consumo de los mismos.
¡Cuántas horas de recitados vacíos se utilizan para rodear este principio elemental y arribar siempre a resultados insuficientes!
¡Qué maneras tan estúpidas adoptan muchos políticos para soslayar el camino directo hacia unas necesarias metas generales de bienestar!
Legislar se ha convertido así en el escenario de complicadísimas fórmulas que pretenden interpretarse unas a otras y se constituyen en verdaderos mamotretos indigestos que, con la pretensión de “aclarar” sus considerandos, abren las puertas a multitud de interpretaciones diferentes y un número a veces equivalente de flagrantes “infractores” en potencia.
Está visto que cuando se trata de cuestiones que afectan a hechos económicos, sólo importan en la consideración de los políticos la conducta de hombres considerados como “masa”, sin separar profesiones y labores más o menos complejas, y la concurrencia de factores muchas veces ajenos al empeño de cada quien. Por lo tanto, pretenden resolverlas como si correspondieran a series emanadas de una maquinaria preparada para alterar industrialmente la materia prima por medio de matemáticas que sólo señalan operaciones aritméticas elementales. Algo de esto ocurre desde hace varios meses con el tema que concierne a las retenciones aplicadas por el Poder Ejecutivo nacional a los ruralistas.
En “L’esprit des lois” Montesquieu nos recuerda que “las leyes son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas”. Y éstas nos dicen con claridad que somos todos diferentes.
Conjuntamente con esta visión de la realidad, deberíamos recordar también que desde el punto de vista moral, las necesidades de los ciudadanos deben organizarse de tal manera que éstos puedan ver crecer adecuadamente un sentimiento de solidaridad en la comprensión de los problemas del “otro”; criterio básico para el desarrollo armónico de una sociedad.
Las necesidades son limitadas en algún aspecto en cuanto a su “cantidad”, pero mucho más numerosas en su “variedad”. Por lo tanto estas dos evidencias, que responden a factores de raíces fundamentalmente biológicas y psicológicas, se complementan y no terminan siendo más que una sola.
De lo anterior, puede inferirse entonces que la primera condición que debería caracterizar a las leyes sería que propendieran a satisfacer una necesidad de modo QUE FUERA JUZGADA ÚTIL POR TODOS, porque dicha utilidad es finalmente la correlación que se establece entre determinadas cosas que afectan a unos y otros. Y que son, esencialmente como hemos dicho, VARIADAS.
Huelga decir que para ello habrá que aceptar desde el inicio que algunos intereses serán afectados parcialmente alguna vez, por lo que una imprescindible claridad en la exposición, servirá para convencer a quienes se sienten “postergados”, que su sentimiento es del mismo calibre que el que sufren otros en circunstancias equivalentes de otra naturaleza.
Éste es el camino recto que elude sistemáticamente una abominable demagogia que toma por asalto las tribunas populares y pulveriza estos conceptos esenciales de la democracia, que quedan perdidos en medio de los laberintos de su palabrerío sin fin.
Los políticos no se detienen en su desinterés por reflexionar sobre estas cuestiones y, tarde o temprano, caen en el fracaso y, como consecuencia, en el descrédito popular. La sociedad se hace acreedora simultáneamente a una crisis fenomenal.
Nuestro país ha terminado por convertirse en un ámbito vociferante: mimetizándose con la verborrea populista de la política, los ciudadanos han ganado la calle (o eso sienten) y las demandas a voz en cuello, han reemplazado casi por completo la cultura del razonamiento. Las cosas ocupan la agenda en orden a la intensidad de los gritos de quienes pretenden ser oídos primero que nadie y, lo que es peor, “antes” que nadie.
Mientras tanto, los jueces que debieran establecer los límites de estos atropellos, decoran su despacho con fotografías del Che Guevara. ¡Casualmente de alguien que no fue precisamente un paladín del derecho, sino más bien el paradigma del principio de la revolución permanente!
No es posible que sigamos pensando que son las manifestaciones a cielo abierto, los empujones y la ocupación de la vía pública –como supuestos “esclarecedores” de la verdad-, una forma de vida cotidiana que reemplace la serenidad que exigen la reflexión y el orden público.
Estamos inmersos en la disgregación y avanzamos también en la desconsideración de todo el mundo, cuyos organismos estadísticos pertinentes nos siguen bajando la calificación como sociedad, de manera tal que hemos quedado depositados en las inmediaciones de Zimbawe y Etiopía.
Como consecuencia del descenso paulatino de la educación y la cultura, los servicios públicos SON UN DESASTRE, porque quienes los prestan en los distintos niveles y jerarquías apenas saben darse a entender (suponemos que quienes nos leen habrán padecido como nosotros la estrechez de miras de quienes atienden al público en las empresas), y mucho menos pensar, con lo que el marasmo del que están rodeados es para ellos tan normal y placentero como escuchar música de rock a todo volumen con audífonos personalizados.
Hemos logrado organizar una sociedad de sordos de sordera absoluta. Si escribiéramos en una hoja de papel los disparates que se oyen aquí y allá en cualquier actividad “al aire libre”, estallaríamos en carcajadas. Equivalentes quizá a las que despiertan Rial, Tinelli y Susana Jiménez, -con rating explosivos-, mientras desarrollan sus chabacanos programas de televisión que parecen concebidos para un público de mentalidad microcéfala.
Hemos alertado sobre todo esto desde hace tiempo, pero nadie se lo plantea al parecer con la debida insistencia y premura.
¿Será porque no tenemos la valentía de afrontar la verdad?¿O porque seguimos creyendo, “no matter what”, que aún somos lo que alguna vez fuimos allá lejos y hace tiempo?
Eso sí, mientras nosotros escarbamos detrás de las cortinas del campeonato mundial de fútbol de 1978, con largas filmaciones llenas de tanques y uniformes verdes, revolviendo en la basura de la trastienda (con el pretexto de alimentar la “memoria”), el Presidente Lula de Brasil, reunió a los protagonistas de “su” campeonato de 1954 y los premió públicamente, sin preguntarse qué supuesto complot estaba detrás del logro, y si había o no uniformes que “escrachar” simultáneamente.
Claro está, Brasil tiene 200.000 millones de dólares en reservas económicas disponibles en su Banco Central. ¿Será tan difícil explicarse por qué ha ocurrido esto mientras nosotros en el mismo tiempo contraíamos una deuda con el mundo de valor equivalente?
Quizá esta distinta manera de leer la historia esté marcando cuánto nos separa de una mirada realista, constructiva y superadora de nuestros problemas políticos.
Posiblemente por esa razón y ninguna otra hemos votado hasta hoy en general a los candidatos más ignorantes e incapaces que pueda producir corporación alguna.

Fuente: Notiar.com.ar